(Adolfo Enrique, n. 1/3/55)
En su lenguaje de pequeños gritos,
de claras risas sueltas, porque sí,
como el trino.
De silencios vehementes.
De interjecciones adorables.
Viajando y preguntando con los ojos.
Radiante como el bebé que posara hace años,
¡muchos años!... para el afiche del Jabón Cadum,
que yo vi en las esquinas de un París inefable,
Adolfo Enrique habla con las cosas,
conversa con las flores de la tela estampada,
con sus juguetes diminutos,
con las navizas de un vecino huerto,
con el durazno en flor pintado
por el viejito Chi Pai Shi,
con el duende del techo,
con la dama dormida del sillón
-en la copia del cuadro de Picasso-,
con un hilo de luz, con una sombra
en la pared, y acaso,
con otro niño igual, pero invisible,
que se llama Futuro,
y hacia él va cantando
Llega hasta él cantando
entre veletas y panaderías.
Llega hasta él cantando
entre ferrocarriles, entre buques.
Llega hasta él cantando
entre tabernas, entre multitudes.
Llega hasta él cantando
entre gaviotas, entre florerías.
Llega hasta él cantando
entre poleas, entre chimeneas.
Llega hasta él cantando
entre retornos, entre despedidas.
Llega hasta él cantando
entre palomas y guitarras.
Llega hasta él cantando
entre gentes que saben porqué viven y mueren.
Llega hasta él cantando
entre gentes que saber porqué ríen y bailan.
¡Llega hasta él cantando!
El verano plural que estalla en el prodigio
de la Argentina, vio nacer su nombre.
Adolfo, por Adolfo Rodríguez, un romántico,
un soñador, un hombre.
Enrique por Enrique, mi hermano, una bandera,
una pasión, un hombre.
El vivo sol de enero vibraba en la vereda.
Y la ilustre León de las ásperas gredas
y el río caudal de la caudal Asturias
y el aire enamorado de morriña y donaire
de las gallegas tierras,
corrieron por los finos canales de su sangre.
Y hacia la noche lo besó la luna.
Toma este mundo Adolfo Enrique, es tuyo.
Te lo presento (“¡Gracias!”). Cuando yo sólo sea
una querida voz que se ha callado,
un plinto vegetal de enredadera,
un nombre en una lápida, quizás obliterado,
un yuyo del sendero,
has de seguir la marcha hacia el Octavo Día.
Cantando, si tu voz quiere ser canto.
Combatiendo, si sigue pelea.
Y después, ya maduro, el mundo nuevo
que ayudaste a forjar, verás alzándose
por sobre las montañas del hierro y el cemento
y la fábricas y las mieses soñadas
y los puentes calientes y los ríos fantásticos.
Cuando vayas al fondo del destino
y un corazón, crecido con pan, esté esperando.
Toma este mundo, es tuyo. Te lo entrego.
El oficio de hombre es bello y duro.
La calle es ancha y larga.
Su frontera, el recuerdo y el olvido.
Sus horizontes, algo que vendrá.
No es puro idilio, no, pero es algo real y mágico.
Digno de ser vivido y defendido
y superado y transformado y andado por caminos de amor hacia la aurora,
en los días risueños y en las tristes jornadas.
Y amado, amado, amado.
Toma este mundo. Te lo doy por nada.
Y pasarán las horas y las horas.
y crecerán tus años. ¡Ay, que ninguna pena
destiña la amapola
celeste de tus venas!
Y un mundo más hermoso, más para ti, más alto,
para ti, pequeñito,
porteño estilizado y compadrito,
pero como si fueras
rebrote de torito,
rebrote de torito de Guisando,
pues tu dulzura devendrá tu fuerza.
Gala de Buenos Aires, flor del día,
gajo triunfal de bien plantada madre:
Esta mujer que tiene algo de árbol,
(la terca voluntad de hacer de ti,
el capitán de la imaginería,
la madera más noble, el viento más alegre,
perfumado en el sol y la armonía).
Toma este mundo, cuídalo.
Es una cosa seria y es una simple cosa.
Conquístalo, contémplalo, ámalo para siempre,
musical niño mío,
predilecto del pan y de la rosa.
Te lo regalo, es tuyo.
Y te regalo un barco
y te regalo un barco dentro de una botella.
Una bota de vino
que vino del Mesón del Segoviano.
Un farol marinante.
Las golondrinas y las mariposas.
Una sirena anclada en el estante.
La bandalisa de los circos pobres.
La luna en el espejo.
Un mapa, un numeroso y palpitante mapa,
un mapa con las rutas
que siguiera Juancito Caminador, tu viejo.
La Esperanza.
Y una caja de música que traje de la estrella.
Toma este mundo, tómalo. ¡La vida es vasta y bella!
Mira siempre allá lejos, hijo mío… Allá lejos.
Raúl González Tuñón
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