Por alguna razón necesité releer “Cuarteto Cedrón, Tango y quimera”, volver a sus páginas
luminosas para seguir comprendiendo tantas cosas que allí se rescatan, como dice
su autora Antonia García Castro, “por prepotencia de cariño”. La misma
ternura con la que Juan “Tata” Cedrón recuerda una escena de fines de los años
´60: “Cuando me puse a hacer cosas de Tuñón se las
llevaba al diario Clarín, donde
trabajaba solo, a la mañana. Le acerqué un día “Los ladrones”, se lo hice
escuchar y a Raúl se le caían las lágrimas y me decía: “Si viviera el malevo
Muñoz”.” Uno lee estas preciosas líneas y se cuestiona cómo es que tamaña
maravilla aún no ha sido llevada al cine.
Preguntas embromadas como ésta también
encuentran respuestas adecuadas en los testimonios reunidos en el libro: “A riesgo de parecer negativo –dice “el Profe” Miguel Praino–,
yo diría que el creador no tiene lugar en esta sociedad. Esta sociedad no nos
necesita, o para decirlo mejor, nos necesita, pero ya no sabe que nos necesita.
Dejó de saber que hacen falta otras miradas sobre las cosas, no lo siente
necesario, tiene sed y no recuerda que para la sed está el agua fresca”. Este
es, si se me permite la osadía, uno de los hilos conductores del relato: ¿cómo
es que en nuestro país se produjo la ruptura de su continuidad cultural? Y, más
importante aún, ¿cómo reparar ese quiebre? Habla el Tata: “Y en el 60 mi planteo fue decir,
bueno, había una música popular que era fiel a sus orígenes, como el folklore que
tenía a Los Chalchaleros, Falú, Castilla, Leguizamón, Salgán, Pugliese, todos.
Yupanqui. Esa cultura se rompió un poco porque no había más difusión, porque la
televisión ya había llegado. Entonces, mi planteo fue: “hay que hacer música de
nosotros” (…) Tenemos una cultura extraordinaria y hay que soldar los eslabones
que se rompieron, de la historia cultural, me propuse. Hice, entonces,
Celedonio Flores, Manzi. ¿Qué quiere decir? Que yo consideraba en esa época que
había un hueco cultural, político, económico”.
Ese “hueco” fue
como un espeso manto de silencio que cayó sobre el país que los integrantes del
Cuarteto vivieron y sintieron cuando niños: “Yo nací en el año 39 –cuenta Juan–.
Viví la época del peronismo glorioso. Toda mi niñez, desde los seis años hasta
que cayó Perón, fui a la escuela, jugaba, hacía deportes. Fue una época muy
floreciente de la
Argentina. Algunos pueden discutir muchas cosas, yo no (…)
Con la caída de Perón, en mi adolescencia vi a los ricos del barrio y a los
reaccionarios salir a la calle a festejar. Y eso me tocó mucho”. Ese mundo caído
en desgracia fue, también, un mundo sonoro perdido: “Cuando éramos chicos
–rememora Miguel–, nosotros estábamos rodeados de sonidos muy diferentes a los
de ahora. Por la ventana de tu casa escuchabas la lavandería de enfrente, el
taller mecánico, el fondo no era un ruido de tránsito. Uno de esos sonidos, muy
presente, era el tango. Todo eso formaba un coro. Por algo Manzi hablaba del
coro de muchachas vestidas de percal: es el coro de la tragedia griega, el coro
del pueblo. Humildemente, con el Cuarteto Cedrón pretendemos formar parte del
coro, y transmitir aquel sonido con el que crecimos”.
Claro que
semejante empresa no la hicieron solos: “Después, ya de muchachos jóvenes, a
través de las lecturas, los amigos más grandes que “ya sabían”, la calle, las
discusiones, el tango que siempre nos acompañó y algún maestro, se nos
revelaron: Roberto Arlt, la política, el amor posible (ese misterio, con su angustia
dolorosa), la “poesía cruel”, que a esa edad se resuelve pintando con rabia, o
en música, en un poema o a trompadas… En ese se nos apareció Raúl (González
Tuñón). No fue el único, pero a través de su poesía primero, y más tarde en su
amistosa y entrañable frecuentación, pudimos fijar la memoria de lo ya vivido y
de lo intuido en la infancia. Su poesía representa para Juan un material
delicado y fuerte con el que compuso algunas de nuestras canciones más
queridas: siempre las interpretamos con una emoción muy particular. Porque su
generosidad nos permitió compartir emociones, personajes e historias con sus
aromas, sabores, colores, amores y musiquitas; hicimos nuestros un poco de
nostalgia, una cierta melancolía, una esperanza cierta, y sobre todo el
asombro, el asombro…”.
El trabajo de
Antonia, además de bello, además de necesario, tiene la notable virtud de ir
acoplando con suma delicadeza los elementos de este ensamble entre poesía,
emoción y música, y sin perder jamás ese asombro del que habla Miguel. Dice en
una de sus partes: “Como la mayoría de las artes, todas quizás, la música involucra
cuerpos enteros. Los cuerpos enteros de los músicos y de quienes escuchan en un
lugar determinado. De un lado y otro de la línea invisible que separa músicos y
público, la música involucra además cosas impalpables. Recuerdos. Tal vez
deseos. Tal vez sueños no cumplidos. ¿Qué es lo que hace que uno se acuerde de
una canción? O ¿qué es lo que hace que una canción conmueva? A lo mejor, el
sentirse parte. La extraña sensación de que esa música, ese sonido, o una
letra, una simple palabra, un ademán, un gesto, tienen que ver con uno y que,
por eso mismo, no estamos nunca absolutamente solos”. Ya sea por esta cualidad
de la canción, o sea por la fraternidad ampliada de los hermanos Cedrón y sus muchos
amigos, el hecho es que “Tango y quimera” es un libro multitudinario
donde cada uno de los nombres que hicieron parte del devenir del Cuarteto tiene
cabida junto con su particular mirada.
Justamente por
ello, como plantea Antonia, “el Cuarteto Cedrón cristaliza en su obra una
época, una generación. Expresa, más precisamente, un momento cultural de la Argentina. Y su
historia es, en parte, Historia con mayúscula. Los sucesos, los acontecimientos
que toman lugar en un país, en determinados momentos, no flotan en el espacio:
involucran gente, les pasan a alguien, perturban vidas, cambian destinos,
generan ideas, posturas, acciones”. Es de una gran valentía afirmar algo así en
medio de una época que descree del poder del arte. Sin embargo, “la creación
musical del Cuarteto, que suena para la época tan moderna (…), lo sigue siendo
para la nuestra”. Y agrega el músico Roger Helou: “Tuve la suerte de trabajar
como “piano invitado-sumado-agregado (?)” con el Cuarteto, y compartir tanta
historia, tantas anécdotas, e impregnarme de legítima cultura argentina… el
eslabón que nos falta a los jóvenes”. O sea: el eslabón quebrado “de la
historia cultural” que el Tata se proponía soldar.
Entonces, sólo
falta “el coro”. Y una nota del periodista Gabriel Plaza lo resume
magistralmente: “Hacia el final del concierto, los estrenos de varios temas
marcaron lo mejor de la noche (…) Pero la obra que sacudió al público fue la
musicalización de un poema inédito de Homero Manzi llamado “Palabras sin
importancia”. Ese estreno permitió revivir los tiempos en que se asistía al
alumbramiento de temas con categoría de clásicos del autor de “Sur”. El tema de
Manzi con música de Cedrón es auténtico tangazo, que responde a esa raza de
canciones que podrían formar en el futuro parte de la memoria colectiva. “En el
40, cuando estábamos mal, la música popular nos vino a salvar”, dijo Manzi.
“Ahora es igual”, afirmó el cantor. La gente pidió un bis del tema y se fue
silbando la canción a su casa. El “Tata” Cedrón volvió a ser memoria, presente y futuro
del tango”.
De mi parte, nada que agregar. Salvo que
usted, amigo lector, amigo músico, amigo oyente, no debería quedarse tan sólo
con estos fragmentos escogidos. Acérquese a “Tango y quimera”
y déjese fascinar por cada uno de sus textos. A lo mejor, casi seguro le diría,
usted también se encuentra en ellos.
Carlos Semorile