Hay días, y hoy es uno de ellos, en que
extraño a mi padre de un modo casi físico: desearía, sobre todo, poder
abrazarlo fuerte y detenerme un largo tiempo en ese reencuentro con su piel y
con su aroma. Decirle cosas, también: decirle que ahora que voy llegando a los
cincuenta, se cumple aquella profecía suya de entenderlo plenamente, de estar,
al fin, de su lado, que es el mío.
Será que anoche mi viejo, que es tan
reacio a estas maniobras hamletianas, se me apareció en un sueño. Estaba, banco
por medio, haciendo alguna labor manual junto al Tata Cedrón. En aquel galpón
onírico, eran como dos luthiers que trabajaban a gusto mientras escuchaban un
programa de música criolla, música argentina por la radio. Luego, mi papá se
paraba y se iba, y yo me quedaba conversando con el Tata. Qué pena que se
fuera. Y qué lerdo que estuve: no alcancé a agradecerle que me dejara en tan
buena compañía.