Acerca de la presentación de "Un estilo de Salinas" el 3 de marzo 2019
El
historiador sanjuanino Rogelio Díaz Costa escribió en sus memorias lo que en
cierta ocasión le dijo su amigo y coterráneo Buenaventura Luna: “¿Sabés lo que es
cantar? (…) Cantar es conversar con música”. La cita viene a cuento de una nueva celebración folklórica
del Tata Cedrón, esta vez al rescate de la figura de otro sanjuanino, Saúl
Salinas, quien participó en “la formación del dúo
Gardel-Razzano, introduciendo la segunda voz en ese grupo”.
“El Víbora” Salinas fue compositor de “tonadas, estilos, toda una
música cuyana que Buenaventura Luna relacionó con El Plumerillo y el cruce de
los Andes, en tanto momento de encuentro y de gestación”. Una música que Gardel cantó en sus inicios con el cuarteto que
integraba junto con José Razzano, Salinas y Francisco Martino, y que –como
contaba el Tata anoche– volvió a grabar en 1933/34, como para recordar a su
audiencia de dónde venía el más grande cantor de tangos.
Una
música que sonó como los dioses en el Teatro de la Media Legua (un preciado enclave
cultural en la presuntuosa Martínez), y que el público agradeció tanto como las
didácticas intervenciones de Cedrón, o un sueño del percusionista Nicolás
Arroyo donde se le aparecía Raúl Carnota en su barrio de infancia en la “República
de Pergamino”, cuando los migrantes santiagueños, correntinos y formoseños que
se juntaban a tocar bajo el árbol de un plaza, le decían: “Che, tocá bien”.
Eso
mismo dijo el Tata en Martínez: “¡Qué
bien estamos tocando!”. Y tenía razón, porque además de la poderosa conjunción
de guitarras y guitarrón que hicieron el Tata con César Nigro y Horacio Presti
–y ya dando por descontado el exquisito toque de Roger Helou cada vez que
acaricia el piano–, hubo unos formidables dúos de voces entre Cedrón y Presti,
y unos no menos hermosos tríos vocales cada vez que Arroyo sumaba su voz en
algunos estribillos, y en varios tramos enteros.
Y
qué aroma semejante al de La
Tropilla de Huachi-Pampa, cuando Buenaventura Luna armaba
esas duplas –y a veces tríos– de cantores que iban desparramando melodías y
delicias, como los sembradores que alguna vez habían sido en sus infancias y
juventudes campesinas, cuando ni siquiera imaginaban que iban a dejar huella en
algo de lo que ya formaban parte sin saberlo: una cultura criolla, nacional y popular
por derecho de nacimiento, y por prepotencia de mestizaje y calidad.
Una
cultura nacional es esa conversación, abigarrada de sentencias y saberes, con
sus muchos temas a resolver entre la tradición y la renovación, entre el pasado
–y sus legados– y el porvenir al que buenamente aspiramos, pero es –o debería
ser– una charla siempre abierta a la dicha de la comunidad, y amorosa como la bondad
del Tata.
Carlos Semorile