Obra de Roberto Cedrón

Obra de Roberto Cedrón
Obra de Roberto Cedrón

martes, 5 de marzo de 2019

La conversación

Acerca de la presentación de "Un estilo de Salinas" el 3 de marzo 2019


El historiador sanjuanino Rogelio Díaz Costa escribió en sus memorias lo que en cierta ocasión le dijo su amigo y coterráneo Buenaventura Luna: ¿Sabés lo que es cantar? (…) Cantar es conversar con música”. La cita viene a cuento de una nueva celebración folklórica del Tata Cedrón, esta vez al rescate de la figura de otro sanjuanino, Saúl Salinas, quien participó en la formación del dúo Gardel-Razzano, introduciendo la segunda voz en ese grupo”.

“El Víbora” Salinas fue compositor de “tonadas, estilos, toda una música cuyana que Buenaventura Luna relacionó con El Plumerillo y el cruce de los Andes, en tanto momento de encuentro y de gestación”. Una música que Gardel cantó en sus inicios con el cuarteto que integraba junto con José Razzano, Salinas y Francisco Martino, y que –como contaba el Tata anoche– volvió a grabar en 1933/34, como para recordar a su audiencia de dónde venía el más grande cantor de tangos.        
Una música que sonó como los dioses en el Teatro de la Media Legua (un preciado enclave cultural en la presuntuosa Martínez), y que el público agradeció tanto como las didácticas intervenciones de Cedrón, o un sueño del percusionista Nicolás Arroyo donde se le aparecía Raúl Carnota en su barrio de infancia en la “República de Pergamino”, cuando los migrantes santiagueños, correntinos y formoseños que se juntaban a tocar bajo el árbol de un plaza, le decían: “Che, tocá bien”.

Eso mismo dijo el Tata en Martínez: “¡Qué bien estamos tocando!”. Y tenía razón, porque además de la poderosa conjunción de guitarras y guitarrón que hicieron el Tata con César Nigro y Horacio Presti –y ya dando por descontado el exquisito toque de Roger Helou cada vez que acaricia el piano–, hubo unos formidables dúos de voces entre Cedrón y Presti, y unos no menos hermosos tríos vocales cada vez que Arroyo sumaba su voz en algunos estribillos, y en varios tramos enteros.

Y qué aroma semejante al de La Tropilla de Huachi-Pampa, cuando Buenaventura Luna armaba esas duplas –y a veces tríos– de cantores que iban desparramando melodías y delicias, como los sembradores que alguna vez habían sido en sus infancias y juventudes campesinas, cuando ni siquiera imaginaban que iban a dejar huella en algo de lo que ya formaban parte sin saberlo: una cultura criolla, nacional y popular por derecho de nacimiento, y por prepotencia de mestizaje y calidad.

Una cultura nacional es esa conversación, abigarrada de sentencias y saberes, con sus muchos temas a resolver entre la tradición y la renovación, entre el pasado –y sus legados– y el porvenir al que buenamente aspiramos, pero es –o debería ser– una charla siempre abierta a la dicha de la comunidad, y amorosa como la bondad del Tata.


Carlos Semorile

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