Este texto
es colectivo. Fue escrito por Antonia García Castro para ser dicho por Tata
Cedrón en un encuentro realizado en La
Plata la semana pasada. Se inspira en conversaciones con colegas
y amigos sobre temas culturales como se explicita a continuación.
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Lo que vengo a plantear son temas
que desde hace mucho estamos discutiendo con mis compañeros. Especialmente con
los miembros del Cuarteto Cedrón pero también con otros músicos, algunos muy
jóvenes. Y con otras personas que no son músicos y con quienes hemos podido
tener un diálogo sobre cuestiones como ¿qué es la cultura? ¿Con qué se come? Si
no se come ¿para qué sirve? ¿Para qué la queremos o porqué la queremos? Pero
sobre todo, ¿cómo se inserta la cultura en
un proyecto de país?
Respecto a esta última pregunta,
quiero señalar algunas reflexiones.
La primera tiene que ver con la
cultura como genuina expresión de lo nuestro
Esto no es una característica
argentina. Todos los pueblos tienen su cultura o sus culturas. O sea, sus
propias maneras de hacer las cosas, todas las cosas: no solamente las canciones
sino también el pan, las comidas. Me gusta el ejemplo de las comidas. La cocina
de un pueblo se hace con lo que se tiene a mano y en función de algunas
necesidades específicas. Eso va variando con el tiempo, se pueden producir
mestizajes, dentro de ciertos límites. Esos límites también van cambiando con
el tiempo. Lentamente. Los cambios brutales no son tan frecuentes en la cocina.
Voy a dar un ejemplo criollo: en
Argentina se toma café y se toma té, pero a nadie se le ocurriría que eso
signifique que hay que dejar de tomar mate. Si el hecho de tomar café o de
tomar té implicara dejar de tomar mate, me parece que generaría un conflicto
bastante grande. Pero no solamente porque nos gusta el mate, porque tiene un
rico sabor sino porque es la expresión de un modo de ser y, sobre todo, de un
modo de compartir con los demás. Ese modo es algo que une. Todos o casi todos
toman mate: los rubios y los morenos, los ricos y los pobres, los jóvenes y los
viejos, los rockeros y los tangueros, la gente de la ciudad y la gente del
campo, gente de todas las ideologías, etc. Y más allá de las diferencias, uno
puede suponer que todos lo comparten más o menos de la misma manera: con
ciertos modales. Porque si bien es cierto que siempre cabe la posibilidad de terminar
a los gritos, el mate se ofrece de mano en mano y eso –en algún punto– lo
asemeja a una forma de fraternidad. Entonces, renunciar al mate sería renunciar
a todo esto que rodea el mate.
Yo me imagino que si el día de
mañana nos invadiera alguna potencia extranjera y nos suprimiera el mate a
favor de una bebida XX, esto generaría algún tipo de discusión. Y si cien años
después, ya olvidada la forma en que se introdujo la bebida XX y hasta considerando
que esa bebida XX ha pasado a ser una bebida nacional, sin duda persistiría el
recuerdo del mate como algo que tenía valor: no tanto por su sabor sino por lo
que permitía compartir. Ese recuerdo no lo borraría esta nueva bebida nacional… y colonial… O al menos eso espero.
Hay otro ejemplo que me viene en
mente cuando se habla de cultura. Tiene que ver con la arquitectura. En
especial con la manera de hacer las casas. Esa manera depende de muchos
factores pero, básicamente, tiene que ver con las necesidades de los que van a
vivir dentro de esa casa y con un entorno. No es lo mismo construir una casa en
un lugar donde nieva que en una zona tropical. Las necesidades no son las
mismas. Y esto no quita que algunos ignoren el entorno y hagan su casa según el
gusto del constructor (caso de los ingleses que instalaron sus chalets con
techo a dos aguas en la Pampa
donde no había nieve…)
Pero bueno, el tema es que la
cultura se relaciona también con necesidades y con un entorno. Y su carácter
genuino está dado por el grado de libertad con que vamos generando nuestros
saberes en función de esos entornos, de las necesidades y de los materiales de
los que disponemos, etc. Para mí son palabras que van juntas: genuino, autenticidad, libertad.
Pero la cultura es algo más que
la expresión genuina de lo nuestro. La cultura, entre muchas otras cosas, puede
ser una herramienta política. Y en
nuestros países esa herramienta ha sido más frecuentemente utilizada como
herramienta de dominación que de liberación.
Todos sabemos de qué manera las
grandes potencias han usado diversas producciones culturales como un instrumento de penetración. Todos
sabemos también de qué manera esas producciones vehiculan siempre un estilo de
vida, una forma de ser, una manera de vestirse, de hablar, de cantar y hasta
una manera de caminar. Los mecanismos no son diferentes de los de cualquier
tipo de colonización. Porque la colonización
nunca es meramente económica y política, siempre es también cultural. Y lo
peor que le puede pasar a un pueblo colonizado es no tener conciencia de estar colonizado. Ocurre que el proceso
de colonización es tan complejo que lo ajeno termina por dar lugar a muchas elaboraciones
y es así como probablemente algún día llegará en que la
Coca-Cola (o sus
derivados) nos parecerá una auténtica bebida nacional. Respecto a este tipo
de situaciones hay dos temas que me parecen especialmente relevantes:
-
que se tenga masivamente
conciencia de que estos procesos de dominación por lo cultural existen, que se informe, que se discuta;
-
más allá de sus orígenes, que se tenga conciencia de
que no todas las formas culturales están
coexistiendo hoy en Argentina en igualdad de condiciones.
Sobre estos temas, puedo indicar
algunos autores que me parecen importantes como puede ser Homero Manzi, cuando
escribe ese texto que se llama “Lo Popular”. Pero también Buenaventura Luna que
tiene toda una reflexión sobre estos temas: sobre la música que escuchamos y el
desconocimiento de lo propio a beneficio de otras formas musicales que no
coexisten simplemente con lo propio en condiciones de respeto e igualdad sino
que lo desplazan, lo avasallan y lo terminan marginalizando. Marginalizando de
tal manera que uno –siendo un músico argentino– puede llegar a sentirse un invitado y hasta un extranjero en su propia tierra.
También señalo un texto de Carlos Semorile, escritor, llamado: “Para no ser
turistas de nuestra propia cultura” que publicamos en estos días en “El
Cedroniano”.
Respecto a estas situaciones, lo que
me interesa es poder plantear la siguiente pregunta: ¿puede la cultura
argentina – como expresión de lo genuinamente nuestro– ser parte del proceso de
independencia que estamos construyendo en lo económico y en lo político? O
definitivamente cabe asumir que nuestra cultura hoy es “otra” y viene de
afuera: no necesariamente de las grandes potencias sea dicho de paso. Los
fenómenos de sometimiento cultural a veces toman formas muy sutiles y pueden
hasta presentarse como “liberadores”, tanto más cuando son del gusto de algún sector
de la sociedad considerado como particularmente relevante. Sobre este punto el
texto de Carlos Semorile es muy interesante cuando aborda el tema de las
orquestas creadas en Venezuela gracias a las cuales muchos chicos en situación
marginal saben tocar el violín pero
ignoran lo que es un cuatro.
En definitiva: ¿Qué es lo que la
cultura nos permite compartir? ¿Con quienes? Ahora me quiero referir más
precisamente a lo que es una canción. Porque una canción puede ser muchas cosas
pero es también algo que nos forma, lo mismo que un libro y quizás mejor que un
libro. Una canción es algo que todo el tiempo nos está indicando algo que
mirar, algo que escuchar, algo que atender. Entonces, cabe preguntar, ¿qué pasa
si por voluntad o por inercia, dejamos de lado cierto tipo de canciones argentinas?
¿De qué nos estamos privando? ¿Qué es lo que no estamos escuchando? ¿Qué es lo
que no estamos viendo, atendiendo?
Yo me pregunto si todos los chicos
de Argentina, junto con escuchar todo aquello que les llega a través del flujo
permanentemente abierto de las radios, de la televisión, de Internet, no
deberían poder también escuchar palabras como éstas:
-
Desde lejos se te embroca pelandruna abacanada…
-
Vallecito de Huaco donde nací, sombra del fuerte abuelo
que ya se fue…
¿Deben o no? ¿Por qué? Pero no
solamente se trata de palabras sino también de sonidos. De un modo de decirlos,
de tocarlos, de interpretarlos. Un modo que tiene sus códigos y su razón de ser
(caso del bombo).
Estos sonidos que conforman la
canción criolla en todas sus facetas tienen que ver con ese mate compartido al
que me refería. Que luego, con conocimiento, los niños convertidos en jóvenes
adultos, puedan pensar que esas formas
ya no los representan, es una posibilidad. Pero que no las conozcan es negarle una parte fundamental de su
propia tierra, de una forma de riqueza, de legado que generó este país en un
momento específico de su historia.
Volviendo a un ejemplo que he
usado otras veces: en Francia se dice habitualmente “no podés no conocer a tus
clásicos”. El colegio se encarga especialmente de esa tarea. A nadie se le
ocurriría desechar a los “clásicos” porque la sociedad francesa hoy es otra.
Tampoco a nadie se le ocurriría pensar que “Los Miserables” ya no tienen nada
que decir porque la pobreza es otra. Desde este punto de vista me parece
fundamental identificar dentro de cada cultura aquello que tiene un valor más
allá de su tiempo porque nos remite a un tipo de humanidad, porque reivindica
un tipo de humanidad y un tipo de vínculo entre las personas. Me parece que la
canción criolla con todos sus matices, en toda su diversidad, es atemporal y es
parte del bagaje que necesitamos si queremos fomentar ciudadanos libres,
lúcidos, responsables y, sobre todo, justos.
Mucho se ha hecho en Argentina en
estos últimos tiempos, especialmente a través de algunos canales de televisión
que dependen del Ministerio de Educación para hacer escuchar otras voces. Pero
todavía queda mucho por hacer respecto al rol de la cultura y de los artistas argentinos
en estos momentos claves que estamos viviendo. Uno de los temas importantes
tiene que ver con los interlocutores.
¿Con quién habría que hablar estos temas? Habría que considerar de una vez por
todas que si el tema es la cultura, lo primero es hablar con quienes la hacen, con los artistas, con los creadores.