Obra de Roberto Cedrón

Obra de Roberto Cedrón
Obra de Roberto Cedrón

martes, 10 de noviembre de 2009

Palabras de Guillermo Pintos


Texto presentado por Guillermo Pintos el 4 de noviembre de 2009 en la Legislatura Porteña, con motivo de la ceremonia en la que Tata Cedrón fue nombrado "Ciudadano Ilustre" de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Antes que nada, buenas noches, gracias a todos por estar aquí. El Tata, hoy aquí distinguido; nuestro querido amigo Tata, es también, el maestro, el maestro Juan Tata Cedrón, que hoy con su obra y su casi medio siglo de trabajo incansable, honra, enaltece, dignifica, da sentido y hasta… cierta… verdad poética… a esta distinción de ciudadano ilustre. Cualquiera que ame la música y/o la belleza, sabe que cada gran artista es único, diferente a todos, irrepetible.

La obra del Tata, iniciada en los primeros 60, con un trío que pronto se convirtió en el célebre Cuarteto Cedrón, es también única, es una voz, una forma poética, musical, interpretativa… una visión del mundo, en suma, enteramente singular para la cultura argentina. En una descripción breve, su obra se asienta, como un árbol de doble tronco, en sus musicalizaciones sobre Juan Gelman y sobre Raúl González Tuñón; cualquiera de ambas colecciones, por sí sola, un completo mundo poético, con sus propias leyes, sus propios paisajes, personajes, sonidos y tensiones del alma.

Cualquier buen compositor se sentiría justificado con haber construido sólo una de esas dos grandes catedrales de canciones. El las construyó a las dos: tan distintas que parecieran de compositores diferentes y tan iguales, con esa forma de volver propia cada palabra, cada sonido, cada giro, que el Tata encuentra en su trabajo incesante y feliz.

A esos dos mundos poéticos, a esa dos grandes colecciones centrales se suman, además, como varios planetas diferentes en un mismo sistema: en principio, su obra instrumental: capaz de perlas que cortan el aliento y nunca dejan de sorprender en su siempre renovada perfección, tal el caso del increíble Silencio de corchea, por citar solo un título, elegido tal vez por preferencia personal, tal vez porque el misterio de esa breve pieza se siga resistiendo a través del tiempo a las sucesivas, múltiples y múltiples audiciones. Lo mismo que su clásico A Lola Mora, entre tantas otras.

Y aunque más breve, otro corpus no menos importante es su obra sobre textos de Homero Manzi, la que no es osado imaginar que tal vez en un futuro, cerca o lejos, constituirá un puñado de clásicos, cuando algún arqueólogo o musicólogo o quizás un neo-cartonero, los encuentre en olvidadas grabaciones de la antigua era digital y les de lustre, las muestre de nuevo y alguien descubra un perdido tesoro.

Y más allá, siempre en expansión, lo que completa el trabajo del Tata –escrito aquí de memoria– es una especie de lluvia de meteoros de diversos colores y formas. De Julio Cortázar a Dylan Thomas, de Javier Villafañe a Bertolt Brecht, de anónimos aztecas y mayas a Borges, de Celedonio Flores a Luis Luchi de Antonia García Castro a Luis Alposta, de Acho Manzi a Joseph Conrad, de Cadícamo a García Lorca, de Francisco Madariaga a Pedro Atienza, y su último gran hallazgo, la delicadísima, frágil, tierna, desolada y cálida puesta en sonido que hizo con textos de Miguel Ángel Bustos. Pero ahí no se detiene. El Tata quiere, entre otras muchas cosas, musicalizar Las mil y una noches. Quiere hacerlo de verdad, pero parece además una metáfora de su ímpetu y pasión creadora; parece que él quisiera musicalizar todas las noches de la vida.

Y aunque es capaz de tanta diversidad, y en la obra del Cuarteto Cedrón hay quien pueda encontrar, por supuesto tango, pero también quien quiera distinguir entre nuevo y viejo, o discernir entre aires musicales castellanos y hasta flamencos, o folklore argentino; o escuchar en la suya, la voz de los muchos cantores que hicieron grande la historia de la música de Buenos Aires; o a veces él se deje llevar por una huella dulce y suave, o juegue, ya sea en serio o en broma, con el blues; o se torne extrañamente arcaico; o nos sorprenda con músicas inclasificables, inesperadas, extranjeras de toda extranjería, y por eso mismo cautivantes; el Tata es siempre él mismo. No le importan los ingredientes que puedan caer voluntaria o involuntariamente dentro de la olla donde cuece sus canciones. Para él es todo lo mismo. Para él es todo Cuarteto Cedrón y uno diría que él también es enteramente Cedrón, hasta cuando interpreta a otros autores.

Porque si la obra monumental que el Tata sigue forjando día a día está claramente en la composición, es decir en ese raro tejemaneje que conforman el texto y la música, hay un instante crucial, un ingrediente más que decisivo, un momento que va más allá de lo poético y de lo musical y lo transfigura, y es el momento del canto, de la interpretación. Una manera de cantar cuyo rastro en este caso habría que buscar en alguna forma de teatralidad primaria y ancestral que es a todas luces sorprendente: dulce o feroz, trágica, de pura risa o las tres cosas a la vez, apasionada, visceral, como en carne viva o con el corazón en la mano, siempre palpitante, móvil, un poco hipnótica.

Cómo el hechicero de la tribu, que canta y baila, pero además de la música y las palabras, a su alrededor, en la imaginación y el corazón de quienes lo escuchan empieza a llover, empiezan a ser fértiles los vientres, o simplemente un señor solitario, sentado en la última fila del teatro empieza a remontar el Orinoco hacia el oeste y hacia arriba, buscando enajenado entre peligros, animales, oscuridad y flores a su amada india Nunu, la dulzona, la de la Luna en la rodilla, tan atrapado en la magia y la tragedia de la historia, que de pronto empieza a sonreír y apenas atina al silencio, absorto, cuando termina la canción, se encienden las luces y todos aplauden.

En el Tata Cedrón, la obra y la interpretación se dan y multiplican sentido mutuamente, se disparan siempre de una manera distinta, irresistible, atiborrada de matices y lecturas diversas, pero que al parecer sólo conoce una forma posible, una cualidad, una calidad, una intensidad de belleza, una pureza única y un único fulgor: el que tienen los diamantes y otras piedras preciosas. Gracias Tata.

Guillermo Pintos


* Foto de Eduardo Kozanlian