El año pasado se cumplieron diez
años desde que Tata Cedrón decidió volver a radicarse en Argentina. Sin comité
de partida ni comité de recepción. De la mano –eso sí– de sus circunstancias
específicas y con su guitarra al hombro. Muchas cosas bellas lo esperaban en
Buenos Aires, empezando por los amigos. Hubo entonces reencuentros y partidas. Nacimientos.
Nuevas canciones. Y entre cada canción, a Tata se le daba por ir a escuchar
a “esos jóvenes”. Alguna vez: Fervor de Buenos Aires. Más de una vez: la
orquesta Típica Fernández Fierro. Cerda Negra. Pero también, Carlos Martínez. Previo
a eso: 34 Puñaladas, El Arranque. Roger Helou. Diego Fernández. Fernando
Maguna. (Me olvido de algunos, incluso de muchos. Es sin intención de ofender).
A Tata lo emocionan los jóvenes. Algunos jóvenes. Especialmente si son músicos.
Durante años, los fue a escuchar, los apoyó, compartió arreglos, anécdotas,
documentos históricos. Algunos de esos jóvenes lo vinieron a escuchar. Otros
no. Con algunos trabajó. De un tiempo a esta parte, esa relación con la
juventud ha tomado otras dimensiones. El cantor de La Lija –uno de los cantores de
La Lija– lo decía
el otro día. Hablaba de cierto sentimiento de orfandad, en términos de
generaciones. Por la historia que sabemos. Por el hachazo. Por lo que dijo
también Tata hace poco: porque también hubo músicas desaparecidas. Por eso, hay
una forma de justicia en este encuentro que se produce en estos días entre La Lija y el Cuarteto Cedrón,
como también en otros encuentros anteriores. Porque nada era evidente. Nada
estaba dado de antemano. Para encontrarse hacía falta voluntad. La voluntad de los
veteranos, Tata Cedrón, Miguel Praino, pero también la voluntad de Miguel López.
La voluntad de Daniel Frascoli. La voluntad de La Musaranga. La voluntad de Romina Grosso. La
voluntad de Irina Bianchet. La voluntad de quienes hacen posible El Popular. La
voluntad también de Josefina García, de Rojo Estambul, de Barsut. La voluntad de La Lija. Todos esos jóvenes
que hoy rodean al Cuarteto y que, en ocasiones, comparten escenarios, en
distintos lugares, en distintos espacios, en los más increíbles horarios… Como
si de pronto los días tuvieran más de 24 horas y los años… más de cuatro
estaciones… Por eso, yo suelo ser entusiasta en mis recomendaciones y le digo a
quien me quiere escuchar –y a los que no, también– “no se pierdan El Puchero
Misterioso y su después”. Pero no se pierdan el antes tampoco. Tata insiste con
la puntualidad y es que el tiempo que nos damos es importante. En el antes del
Puchero están las máquinas, los juguetes, los libros, las obras de La Musaranga. Toda una exposición que nos dice también lo que somos y lo que podemos ser.
Por ahí, en algunos momentos, uno pudo pensar que lo mejor, lo más lindo, lo más
bueno, toda la ilusión la teníamos detrás. En un tiempo antiguo, ido. Y resultó
que no era sí.
AGC