Ayer
Quienes estuvimos ayer en Hasta Trilce acompañando la Cantata del Gallo Cantor, no lo olvidaremos. Es cierto, es totalmente cierto, que en la fila que se armó poco antes de abrirse la sala, sobresalían las figuras masculinas de pelo blanco y gris. Es posible, es muy posible, que entre el público hayan sido mayoría, en el estreno, hombres y mujeres que pertenecen a la misma generación que los autores y los compañeros mencionados en la obra. Pero también es cierto que entre los presentes había otras edades, otras historias, otras generaciones entre las cuales me incluyo y todo el día de ayer estuve pensando en la manera en que se me dio escuchar la Cantata por primera vez cuando era todavía muy joven, en un país lejano, de la mano de un tío que no era argentino y que había descubierto ahí, en ese LP, algo de la belleza del mundo a pesar del horror. Algo duro y bello sí. Como algunas piedras. Preciosas o no preciosas: imprescindibles. Durante más de veinte años la Cantata fue para mí –sin duda para muchos– una obra hermosa que le pertenecía al pasado y no había forma de escucharla como no fuera en ausencia de todos. Del poeta, del compositor, de los intérpretes, de los 16 fusilados en Trelew, del Eugenio y de tantos otros cuyos nombres uno lleva –silenciosos– muy adentro. No estaba escrito en el guion de mi vida que me sería dada la posibilidad de escuchar EN VIVO la Cantata del Gallo Cantor. No. No estaba para nada escrito. Ese había sido el duro privilegio de quienes supieron vivir, morir y renacer cuando algunos recién estábamos en la cuna. Por eso, ni bien se anunció que el Cuarteto Cedrón, tal como está conformado hoy por Juan Tata Cedrón, Miguel Praino, Miguel López y Daniel Frascoli, en compañía de Josefina García, junto con los músicos de La Lija, ellos todos (son once y gustan de ser llamados como colectivo así que no insistiré con el nombre de cada uno), iban a remontar esta obra, supe que ayer iba a ser un día histórico: toda una anomalía, una suerte de desafío al tiempo mismo y a lo que ese tiempo nos robó. Y así fue. Porque era lo mismo que uno conocía de memoria y era, a la vez, algo totalmente diferente. Y es que ya no corre el año 1972, es que hoy conocemos la medida exacta de las derrotas. Y porque era victoria estar ahí –en esa noche del 8 de agosto de 2015– observando a los 16 que lo hicieron posible, quince en escena y uno entre bambalinas responsable del sonido. (¿Habrase visto oficio más tremendo, más delicado, más fundamental que ser responsable del sonido? Porque al sonido le debemos todo. A lo que llega. A lo que calla. A todo eso que pasa entre la gente a veces). Digo que era algo totalmente diferente, esa obra que se llama Del Gallo Cantor. Infinitamente más bella que en el recuerdo. Infinitamente más duros los hechos que lo que uno admite, a veces, en el diario vivir. Infinitamente más tierna la voluntad de crearla en su momento y de recuperarla 43 años más tarde. Y en esa obra de arte efímera que es la interpretación –irrepetible– uno podía advertir tantas y tantas historias en cada uno de los rostros de los músicos y en el público también. Tantas historias que no se han contado aún y que a lo mejor nunca se contarán. Pedacitos de historias como la de aquella mujer que ingresó escondida una grabación del disco francés a la Argentina. Du Chant du Coq, se llamaba, como si fuera algo que no nos pertenece para nada y sin embargo es nuestro. Había que poder decirlo. Había que poder expresarlo en nuestro idioma. Por eso digo que nosotros, los que estuvimos presentes ayer, no lo olvidaremos. Quiero creer que no lo olvidaremos. Y que nada podrá hacer que ese recuerdo no siga creciendo en nosotros como algo nuestro y justo y bello. Ni la lluvia que no nos da tregua. La misma lluvia, hermosa y mansa algunas veces. La que hoy cae con furia.
Quienes estuvimos ayer en Hasta Trilce acompañando la Cantata del Gallo Cantor, no lo olvidaremos. Es cierto, es totalmente cierto, que en la fila que se armó poco antes de abrirse la sala, sobresalían las figuras masculinas de pelo blanco y gris. Es posible, es muy posible, que entre el público hayan sido mayoría, en el estreno, hombres y mujeres que pertenecen a la misma generación que los autores y los compañeros mencionados en la obra. Pero también es cierto que entre los presentes había otras edades, otras historias, otras generaciones entre las cuales me incluyo y todo el día de ayer estuve pensando en la manera en que se me dio escuchar la Cantata por primera vez cuando era todavía muy joven, en un país lejano, de la mano de un tío que no era argentino y que había descubierto ahí, en ese LP, algo de la belleza del mundo a pesar del horror. Algo duro y bello sí. Como algunas piedras. Preciosas o no preciosas: imprescindibles. Durante más de veinte años la Cantata fue para mí –sin duda para muchos– una obra hermosa que le pertenecía al pasado y no había forma de escucharla como no fuera en ausencia de todos. Del poeta, del compositor, de los intérpretes, de los 16 fusilados en Trelew, del Eugenio y de tantos otros cuyos nombres uno lleva –silenciosos– muy adentro. No estaba escrito en el guion de mi vida que me sería dada la posibilidad de escuchar EN VIVO la Cantata del Gallo Cantor. No. No estaba para nada escrito. Ese había sido el duro privilegio de quienes supieron vivir, morir y renacer cuando algunos recién estábamos en la cuna. Por eso, ni bien se anunció que el Cuarteto Cedrón, tal como está conformado hoy por Juan Tata Cedrón, Miguel Praino, Miguel López y Daniel Frascoli, en compañía de Josefina García, junto con los músicos de La Lija, ellos todos (son once y gustan de ser llamados como colectivo así que no insistiré con el nombre de cada uno), iban a remontar esta obra, supe que ayer iba a ser un día histórico: toda una anomalía, una suerte de desafío al tiempo mismo y a lo que ese tiempo nos robó. Y así fue. Porque era lo mismo que uno conocía de memoria y era, a la vez, algo totalmente diferente. Y es que ya no corre el año 1972, es que hoy conocemos la medida exacta de las derrotas. Y porque era victoria estar ahí –en esa noche del 8 de agosto de 2015– observando a los 16 que lo hicieron posible, quince en escena y uno entre bambalinas responsable del sonido. (¿Habrase visto oficio más tremendo, más delicado, más fundamental que ser responsable del sonido? Porque al sonido le debemos todo. A lo que llega. A lo que calla. A todo eso que pasa entre la gente a veces). Digo que era algo totalmente diferente, esa obra que se llama Del Gallo Cantor. Infinitamente más bella que en el recuerdo. Infinitamente más duros los hechos que lo que uno admite, a veces, en el diario vivir. Infinitamente más tierna la voluntad de crearla en su momento y de recuperarla 43 años más tarde. Y en esa obra de arte efímera que es la interpretación –irrepetible– uno podía advertir tantas y tantas historias en cada uno de los rostros de los músicos y en el público también. Tantas historias que no se han contado aún y que a lo mejor nunca se contarán. Pedacitos de historias como la de aquella mujer que ingresó escondida una grabación del disco francés a la Argentina. Du Chant du Coq, se llamaba, como si fuera algo que no nos pertenece para nada y sin embargo es nuestro. Había que poder decirlo. Había que poder expresarlo en nuestro idioma. Por eso digo que nosotros, los que estuvimos presentes ayer, no lo olvidaremos. Quiero creer que no lo olvidaremos. Y que nada podrá hacer que ese recuerdo no siga creciendo en nosotros como algo nuestro y justo y bello. Ni la lluvia que no nos da tregua. La misma lluvia, hermosa y mansa algunas veces. La que hoy cae con furia.
Buenos Aires, 9 de agosto 2015
AGC
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