Aceptar lo efímero, dicho así, puede sonar tan duro como bello. Ante el vértigo y la inercia que nos sobrevuelan como aves rapaces quizá meditar sobre esto sea un buen golpe de revés y de resistencia a tal asedio. Un yuyo tierno y de cara al sol nos llama desde una esquina de Del Barco Centenera en dirección a Pompeya. Asoma emergiendo entre adoquines embebidos de diésel y nafta, mantillo-resaca que sepulta y redime un instinto de vida. Y vuelve. Esa fascinación que cada tanto suspende la oscuridad para recibir como por encanto la música y la poesía se dio lugar anteanoche en Parque Chacabuco, donde el Tata Cedrón, ahora con formación de quinteto, tocó y despidió a Miguel Praino, de vuelta a su casa, en Francia. Un día especial: las Madres de Plaza de Mayo cumpliendo 45 años de lucha, las resonancias del formidable discurso inaugural de la Feria del Libro de Guillermo Saccomano y el Día Internacional de los Trabajadores en ciernes formaban un excelente collar de eventos por cierto queribles y portadores de una dosis de ánimo que bien falta nos hace. La formación del Tata (Miguel Praino, viola; Daniel Frascoli, guitarrón; Julio Coviello, fueye; Federico Tarranova, viola; Tata Cedrón, guitarra y voz) sonó de maravillas, pulida y con una carga de sentimiento que si bien jamás falta en las presentaciones, pareció esta vez venir con un plus de energía extra producto tal vez del estreno de un nuevo lugar, La Tierra Invisible, recinto cultural destinado a otorgarle visibilidad a lo que diariamente nos retacea la matrix del entretenimiento, ese dopaje cotidiano que nos transforma en enemigos de nosotros mismos, nos aleja de nuestros pares, anula los orígenes, clausura las identidades y sepulta la esperanza. Así, con el fresco otoñal desplegando sus alas sobre la Ciudad, el quinteto abordó a Brecht, Tuñón, Gelman, Yupanqui y Manzi, entre otros, esos eslabones que orbitan la belleza y la acercan a través de las manifestaciones populares cuando son genuinas. En las mesas, guiso, empanadas y vino. Un blend post-pandemia contundente y vigoroso. La estruendosa salva de aplausos al final de cada canción fue veredicto de un auditorio con mucha juventud arrimando sensibilidad y apertura. Hacia el final del concierto y luego a apretar un par de clavijas del extremo del diapasón y pedirle discretamente a Julio “dame un sol…”, esta solicitud de naturaleza técnica deviene resignificada en la cabeza de este servidor y muta en un pedido transgeneracional, casi la entrega de un testimonio. Ahora sí, la mirada del Tata, con la guitarra acunada, como meciendo un sueño, desde el escenario, se dispara hacia el cruce de calles ahí nomás, sobre Estrada, como semblanteando un futuro posible, algo que prodigue cobijo a tanto desamparo, a tanta desnudez, a tanta diatriba agorera que nos pretende investidos de mero consumo, vil desmemoria y secos de amores.
Daniel Goñi
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