Este texto es colectivo. Fue presentado por Tata Cedrón en un encuentro realizado en La Plata en septiembre 2013. Se
inspira en conversaciones suyas con colegas y amigos sobre temas culturales como se
explicita a continuación.
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Lo que vengo a
plantear son temas que desde hace mucho estamos discutiendo con mis compañeros.
Especialmente con los miembros del Cuarteto Cedrón pero también con otros
músicos, algunos muy jóvenes. Y con otras personas que no son músicos y con
quienes hemos podido tener un diálogo sobre cuestiones como ¿qué es la cultura?
¿Con qué se come? Si no se come ¿para qué sirve? ¿Para qué la queremos o porqué
la queremos? Pero sobre todo, ¿cómo se
inserta la cultura en un proyecto de país?
Respecto a esta última
pregunta, quiero señalar algunas reflexiones.
La primera tiene
que ver con la cultura como genuina expresión de lo nuestro.
Esto no es una
característica argentina. Todos los pueblos tienen su cultura o sus culturas. O
sea, sus propias maneras de hacer las cosas, todas las cosas: no solamente las
canciones sino también el pan, las comidas. Me gusta el ejemplo de las comidas.
La cocina de un pueblo se hace con lo que se tiene a mano y en función de
algunas necesidades específicas. Eso va variando con el tiempo, se pueden
producir mestizajes, dentro de ciertos límites. Esos límites también van
cambiando con el tiempo. Lentamente. Los cambios brutales no son tan frecuentes
en la cocina.
Voy a dar un
ejemplo criollo: en Argentina se toma café y se toma té, pero a nadie se le
ocurriría que eso signifique que hay que dejar de tomar mate. Si el hecho de
tomar café o de tomar té implicara dejar de tomar mate, me parece que generaría
un conflicto bastante grande. Pero no solamente porque nos gusta el mate, porque
tiene un rico sabor sino porque es la expresión de un modo de ser y, sobre
todo, de un modo de compartir con los demás. Ese modo es algo que une. Todos o
casi todos toman mate: los rubios y los morenos, los ricos y los pobres, los jóvenes
y los viejos, los rockeros y los tangueros, la gente de la ciudad y la gente
del campo, gente de todas las ideologías, etc. Y más allá de las diferencias,
uno puede suponer que todos lo comparten más o menos de la misma manera: con
ciertos modales. Porque si bien es cierto que siempre cabe la posibilidad de terminar
a los gritos, el mate se ofrece de mano en mano y eso –en algún punto– lo
asemeja a una forma de fraternidad. Entonces, renunciar al mate sería renunciar
a todo esto que rodea el mate.
Yo me imagino que si
el día de mañana nos invadiera alguna potencia extranjera y nos suprimiera el
mate a favor de una bebida XX, esto generaría algún tipo de discusión. Y si
cien años después, ya olvidada la forma en que se introdujo la bebida XX y
hasta considerando que esa bebida XX ha pasado a ser una bebida nacional, sin
duda persistiría el recuerdo del mate como algo que tenía valor: no tanto por
su sabor sino por lo que permitía compartir. Ese recuerdo no lo borraría esta nueva bebida nacional… y colonial… O al
menos eso espero.
Hay otro ejemplo
que me viene en mente cuando se habla de cultura. Tiene que ver con la
arquitectura. En especial con la manera de hacer las casas. Esa manera depende
de muchos factores pero, básicamente, tiene que ver con las necesidades de los
que van a vivir dentro de esa casa y con un entorno. No es lo mismo construir
una casa en un lugar donde nieva que en una zona tropical. Las necesidades no
son las mismas. Y esto no quita que algunos ignoren el entorno y hagan su casa según
el gusto del constructor (caso de los ingleses que instalaron sus chalets con
techo a dos aguas en la Pampa
donde no había nieve…).
Pero bueno, el tema
es que la cultura se relaciona también con necesidades y con un entorno. Y su
carácter genuino está dado por el grado de libertad con que vamos generando
nuestros saberes en función de esos entornos, de las necesidades y de los
materiales de los que disponemos, etc. Para mí son palabras que van juntas: genuino, autenticidad, libertad.
Pero la cultura es
algo más que la expresión genuina de lo nuestro. La cultura, entre muchas otras
cosas, puede ser una herramienta
política. Y en nuestros países esa herramienta ha sido más frecuentemente
utilizada como herramienta de dominación que de liberación.
Todos sabemos de
qué manera las grandes potencias han usado diversas producciones culturales
como un instrumento de penetración.
Todos sabemos también de qué manera esas producciones vehiculan siempre un
estilo de vida, una forma de ser, una manera de vestirse, de hablar, de cantar
y hasta una manera de caminar. Los mecanismos no son diferentes de los de
cualquier tipo de colonización. Porque la
colonización nunca es meramente económica y política, siempre es también
cultural. Y lo peor que le puede pasar a un pueblo colonizado es no tener conciencia de estar colonizado.
Ocurre que el proceso de colonización es tan complejo que lo ajeno termina por dar
lugar a muchas elaboraciones y es así como probablemente algún día llegará en
que la Coca-Cola
(o sus derivados) nos parecerá una auténtica bebida nacional. Respecto a
este tipo de situaciones hay dos temas que me parecen especialmente relevantes:
-
que se tenga masivamente conciencia de que estos procesos de dominación por lo
cultural existen, que se informe, que se
discuta;
-
más allá de sus orígenes, que se
tenga conciencia de que no todas las
formas culturales están coexistiendo hoy en Argentina en igualdad de condiciones.
Sobre estos temas,
puedo indicar algunos autores que me parecen importantes como puede ser Homero
Manzi, cuando escribe ese texto que se llama “Lo Popular”. Pero también
Buenaventura Luna que tiene toda una reflexión sobre estos temas: sobre la
música que escuchamos y el desconocimiento de lo propio a beneficio de otras
formas musicales que no coexisten simplemente con lo propio en condiciones de
respeto e igualdad sino que lo desplazan, lo avasallan y lo terminan
marginalizando. Marginalizando de tal manera que uno –siendo un músico
argentino– puede llegar a sentirse un
invitado y hasta un extranjero
en su propia tierra. También señalo un texto de Carlos Semorile, escritor,
llamado: “Para no ser turistas de nuestra propia cultura” que publicamos en
estos días en “El Cedroniano”.
Respecto a estas
situaciones, lo que me interesa es poder plantear la siguiente pregunta: ¿puede
la cultura argentina – como expresión de lo genuinamente nuestro– ser parte del
proceso de independencia que estamos construyendo en lo económico y en lo
político? O definitivamente cabe asumir que nuestra cultura hoy es “otra” y
viene de afuera: no necesariamente de las grandes potencias sea dicho de paso.
Los fenómenos de sometimiento cultural a veces toman formas muy sutiles y
pueden hasta presentarse como “liberadores”, tanto más cuando son del gusto de
algún sector de la sociedad considerado como particularmente relevante. Sobre
este punto el texto de Carlos Semorile es muy interesante cuando aborda el tema
de las orquestas creadas en Venezuela gracias a las cuales muchos chicos en
situación marginal saben tocar el violín
pero ignoran lo que es un cuatro.
En definitiva: ¿Qué
es lo que la cultura nos permite compartir? ¿Con quienes? Ahora me quiero
referir más precisamente a lo que es una canción. Porque una canción puede ser
muchas cosas pero es también algo que nos forma, lo mismo que un libro y quizás
mejor que un libro. Una canción es algo que todo el tiempo nos está indicando
algo que mirar, algo que escuchar, algo que atender. Entonces, cabe preguntar, ¿qué
pasa si por voluntad o por inercia, dejamos de lado cierto tipo de canciones argentinas?
¿De qué nos estamos privando? ¿Qué es lo que no estamos escuchando? ¿Qué es lo
que no estamos viendo, atendiendo?
Yo me pregunto si
todos los chicos de Argentina, junto con escuchar todo aquello que les llega a
través del flujo permanentemente abierto de las radios, de la televisión, de
Internet, no deberían poder también escuchar palabras como éstas:
-
Desde lejos se te embroca
pelandruna abacanada…
-
Vallecito de Huaco donde nací,
sombra del fuerte abuelo que ya se fue…
¿Deben o no? ¿Por
qué? Pero no solamente se trata de palabras sino también de sonidos. De un modo
de decirlos, de tocarlos, de interpretarlos. Un modo que tiene sus códigos y su
razón de ser (caso del bombo).
Estos sonidos que
conforman la canción criolla en todas sus facetas tienen que ver con ese mate
compartido al que me refería. Que luego, con conocimiento, los niños
convertidos en jóvenes adultos, puedan pensar que esas formas ya no los representan, es una posibilidad. Pero que no las conozcan es negarle una
parte fundamental de su propia tierra, de una forma de riqueza, de legado que
generó este país en un momento específico de su historia.
Volviendo a un
ejemplo que he usado otras veces: en Francia se dice habitualmente “no podés no
conocer a tus clásicos”. El colegio se encarga especialmente de esa tarea. A
nadie se le ocurriría desechar a los “clásicos” porque la sociedad francesa hoy
es otra. Tampoco a nadie se le ocurriría pensar que “Los Miserables” ya no
tienen nada que decir porque la pobreza es otra. Desde este punto de vista me
parece fundamental identificar dentro de cada cultura aquello que tiene un
valor más allá de su tiempo porque nos remite a un tipo de humanidad, porque
reivindica un tipo de humanidad y un tipo de vínculo entre las personas. Me
parece que la canción criolla con todos sus matices, en toda su diversidad, es
atemporal y es parte del bagaje que necesitamos si queremos fomentar ciudadanos
libres, lúcidos, responsables y, sobre todo, justos.
Mucho se ha hecho
en Argentina en estos últimos tiempos, especialmente a través de algunos
canales de televisión que dependen del Ministerio de Educación para hacer
escuchar otras voces. Pero todavía queda mucho por hacer respecto al rol de la
cultura y de los artistas argentinos en estos momentos claves que estamos
viviendo. Uno de los temas importantes tiene que ver con los interlocutores. ¿Con quién habría que
hablar estos temas? Habría que considerar de una vez por todas que si el tema
es la cultura, lo primero es hablar con
quienes la hacen, con los artistas, con los creadores.
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