Fuente: Periódico de poesía
Juan Gelman murió hace unos pocos
días. En lo que va de la semana, se multiplicaron los mails de condolencias
transatlánticas y la prensa hizo lo suyo. Por lo que leí en los diarios
españoles y mexicanos, allá triunfa la imagen del poeta que supo hacer de su
vida y de su obra un monumento sin dobleces, donde el coraje se une con el
civismo. En la Argentina,
donde por alguna razón Gelman eligió no vivir, las opiniones están más matizadas.
Aquí, en todo caso, resulta un poco más difícil creer plenamente en el
personaje, lo cual tal vez sea bueno como para medir el verdadero alcance de la
obra.
La prensa habla, por un lado, de
un creador genial, sin justificar las razones de tal afirmación. Acaso por
necesidad se lo festeja del principio al fin, casi como si se tratara de una
marca registrada, algo más propio de un perfume, jeans o anteojos para sol de
algún prestigio. Dicho de otro modo, se lee el puro ditirambo, pero también, como
para agregar la correspondiente cuota dramática, la historia del abuelo que
lucha interminablemente por la verdad, la misma que buscó con idéntico fervor,
pero menos publicidad, Berta Schuberoff, su primera esposa, la madre de su hijo
Marcelo y de su hija Nora, por cierto, extrañamente ausente en los relatos de
Gelman y en las crónicas sobre su vida.
Por otro lado, hay quien escribe
con alguna timidez sobre el poeta que se repite una y otra vez, que sólo a
veces logra trascender su sentimentalismo, aquél al que los jóvenes ya no leen
justamente porque lo que escribe remite a un mundo que no los tiene en cuenta.
Asimismo, abundan las referencias sobre el militante mesiánico a quien su
inteligencia y sensibilidad poética no le sirvieron para llevar a cabo una
autocrítica sobre su participación en la lucha armada ni para ocuparse, por
escrito y con el mismo énfasis que empleó para criticar la realidad de otras
latitudes, de la situación política y social de México, su patria adoptiva.
En el medio hay otras opiniones
que, de izquierda a derecha, completan el espectro. No es de nada de eso que
deseo hablar aquí. Lo que me interesa es la poesía de Gelman y su relación con
la música.
musica-66a.jpgEn primer lugar, es
cierto que Gelman inventó un tono porteño, distinto de otros tonos porteños
anteriores –el de Baldomero Fernández Moreno, el de Jorge Luis Borges, el de
Raúl González Tuñón, el de Horacio Rega Molina, el de Nicolás Olivari, el de
César Fernández Moreno, el de Joaquín O. Giannuzzi– y lo hizo en un momento en
que Buenos Aires y acaso la
Argentina reclamaban precisamente eso. Como muchas otras
cosas que le dieron personalidad a este país, ese tono abreva en muchas fuentes
y, como en el caso de Roberto Arlt, por ejemplo, no todas son locales. Y si
bien es dable adivinar en los primeros libros la impronta de Raúl González
Tuñón, su mentor en Violín y otras cuestiones,
a partir de Cólera buey –un volumen armado sobre la base de otros nueve
inconclusos–, las torsiones a las que somete a la lengua en el plano fonético,
morfológico, sintáctico y, finalmente, semántico dejan ver la poderosa sombra
de César Vallejo. Casi enseguida, en Los poemas de Sidney West, claramente
inspirados enel Edgar Lee Masters de la Antología de Spoon River, hay un nuevo
extrañamiento, una voluntad de dejar de decir como había dicho hasta entonces,
para así dar comienzo a un recorrido que lo llevó a explorar diversas
instancias del castellano: la poesía mística española, las letras de tango y
también, como en el caso de los poemas de Dibaxu, escritos en ladino, otras
prácticamente desaparecidas del ámbito hispanoparlante. Se trata entonces de un
muy ambicioso programa de escritura, cuyo núcleo central hay que buscarlo en
los últimos años de la década del sesenta y en los primeros años setenta, y que
le dio la posibilidad de escribir algunos de los libros más singulares e
influyentes de ese período. Sin embargo, mientras todo esto sucedía, mientras
los verbos se sustantivaban y los sustantivos se verbalizaban, al tiempo que
las palabras cambiaban de género y los metros se justificaban a veces con mero
sonido, había otro núcleo que se iba desplegando. Jorge Aulicino, en un
artículo publicado en los últimos días, lo sintetiza a partir del breve
análisis al poema que abre el libro Gotán, justamente ése que comienza diciendo
“Esa mujer se parecía a la palabra nunca”: “Allí [está] una de las claves de la
poesía gelmaniana, en forma, contenido y efecto: la imposibilidad, que cuando
no es imposibilidad es ‘olvido’; la vena fuertemente afectiva; la palabra como
una imagen: la mujer se parece a una palabra. Cuando la mirada se amplía a la
cuestión social, la ternura está en el centro de esa mirada, el afecto. Siempre
importan más ‘los compañeros’ que las ideas, el coraje que la razón; y la
esperanza no necesita descripciones ni revoluciones: crepita como la tristeza
en Gelman, para usar un verbo que le era grato”. Aulicino continúa diciendo que
“la poesía de Gelman estaría, desde ese momento, llena de esa extraña
materialidad de las palabras, de cadencia hablada, como si soñara con que la
realidad pudiese crepitar, arder sin casi ruido, como una fogata, hasta
convertirse en un mundo mejor. La tristeza hallaría en el sonido imaginario de
la crepitación un color asimismo, el del fuego, el de las hojas en otoño.
Cromática, auditiva, no gris, sería la melancólica poesía de Juan Gelman. Y
porque la percepción está allí de manera tan directa, tan especialmente
recortada, apoyada además por un habla cordial, coloquial, intimista, la poesía
de Gelman marcó el tono de un tiempo que terminó siendo trágico”.
Hasta aquí, entonces, algunas
generalidades que sirven para comprender por qué y por dónde la poesía de
Gelman se volvería tan omnipresente en los primeros versos de la generación
siguiente. También se podría comprender cómo se vincula a la música, incluso
antes de ser música. Y a este respecto, hay al menos cuatro momentos que deseo
mencionar.
Uno importante, verdaderamente
trascendente, que tiene que ver con la colaboración que, durante veinte años,
mantuvo con Juan “Tata” Cedrón y que se tradujo en unas cincuenta canciones,
muchas de ellas compuestas sobre poemas que permanecen inéditos. Digamos que,
más allá de los méritos de esa poesía muchas veces melancólica, por momentos
pudorosa y absolutamente porteña, que vino a llenar el vacío que habían dejado
los letristas tradicionales del tango, el trabajo de Cedrón hizo posible,
primero en la Argentina
y luego en el exterior, que generaciones enteras supieran de la existencia de
Gelman y, a partir de las canciones, buscaran los libros del poeta. Esa
colaboración, que formaba parte del espíritu de la época –y que lamentablemente
cesó cuando las circunstancias llevaron a Gelman a cambiar de horizontes,
costumbres y amigos– incluye, por supuesto, a muchos otros nombres. Uno de
ellos es el de José Luis Mangieri, director de la Rosa Blindada, luego
de Libros de Tierra Firme, sellos en los que Gelman editó cuando era uno más
entre los muchos y extraordinarios creadores e intelectuales argentinos salidos
de esa izquierda, a la que después se llamó “campo popular”. Entonces, ¿quién
podía, en los años sesenta y setenta sustraerse a la emoción que despertaba la
voz del Tata cuando cantaba el poema del botánico Aimé Bonpland, o “Corajes”
que empezaba diciendo: “Es enorme la tristeza que un hombre y una mujer/ pueden
hacerse entre sí”? ¿Y quién no sintió un escalofrío oyendo al Cuarteto Cedrón
en la “Balada del hombre que se calló la boca”? O en la “Cantata del gallo
cantor” (con la participación de Paco Ibáñez), o en “Suertes”. De hecho, en los
años en que los libros de Gelman circulaban clandestinamente gracias a los
buenos oficios de Mangieri –editor que en dos ocasiones no dudó en hipotecar su
casa para que “los muchachos pudieran leerlo a Juancito”–, el Tata Cedrón
cumplía idéntica función con sus canciones que, como él suele recordar, ya no
son ni de Gelman ni suyas, sino de la gente.
Hubo un segundo momento en que
Gelman se alió a César Stroscio, el antiguo bandoneonista del Cuarteto Cedrón,
para recitar sus poemas acompañado de música incidental. Y hubo también un
tercer momento, igualmente incidental, en el que Gelman colaboró con el también
bandoneonista Rodolfo Mederos. Ninguna de esas dos tentativas resulta hoy
memorable.
Distinto es el cuarto momento, en
el que Gelman retomó algo de la vieja magia que tuvo con Cedrón y que concluyó
en el disco y espectáculo Una manu tumó l’otra, de la cantante Dina Rot, sobre
los poemas del volumen Dibaxu.
Como en el periodismo importa lo
urgente y no necesariamente lo importante, vale la pena aprovechar este medio
para recordar una vez más la importancia de libros como Cólera buey, Los poemas
de Sidney West o Fábulas, dentro del marco de la tradición lírica argentina.
Ahí, si se me permite, está todo lo mejor de Gelman, su gran voz. Luego, ésta
es también una buena excusa para recordar esos magníficos discos del Tata
Cedrón y, claro, al irremplazable José Luis Mangieri.
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